El
otro día me pasó algo totalmente idiota y hermoso que tiene que ver con vos,
pero no te lo pude decir en el momento porque tengo “la mano prohibida”, como
los boxeadores. Hoy, después de pasar dos semanas en una isla de confusión y
nubarrón mental, puedo retomar este mail. Hoy por fin paso de esa primera
oración que agitaba en el aire otro de esos movimientos ocultos que pactás con
el universo para pegarme piñitas en las costillas y joderme con amor. Sabés que
sufro mucho la página en blanco, le escapo. Me mata de ansiedad el cursor
titilando, es como un segundero que me pisa los talones y si bien no tiene
sonido, te juro que lo escucho, te juro que retumba un montón como si fuera un
bombo en negras al ladito de mi compu. Es como cuando te veo conectado, abro tu
chat pero no te escribo. El cursor siempre marcando la agonía, pidiéndome a los
gritos, “escribí, no seas cagona”. Es una escena que se repite hasta el
hartazgo, quizás porque tengo la ilusión de estar en ese momento parada en tu
ventanita titilando y ver tu “escribiendo…” de golpe. El corazón siempre me da
un vuelco cuando de la nada me escribís. Cuando lo hacés sin saludarme,
pateando la puerta, como retomando una vieja conversación o haciendo de cuenta
que ya venimos hablando durante todo el día. Le sonrío a la pantalla esperando que
la tuya te devuelva mi sonrisa. Me emociono como mi perro, cuando después de un
día fuera de casa por trámites y favores a mamá, me ataca en el sillón a puro
beso y mechones de pelo. Por momentos
pienso en lo terrible de todo esto y me acuerdo de la vez que se lo terminé
contando a Juli. Ella es callada, pero tiene la palabra justa para todo. Además,
me saca la ficha al toque.
—Juli,
lo que me pasa es que…
—No
me digas nada. ¿Te vas a dormir pensando en él?
—Sí.
—Ok.
Sigo
este mail desde la cama, tipeando desaforada, pensándote bien bajito justo
antes de dormir, como me dijo Juli. Fausto duerme al lado mío y ronca un
montón. Su ronquido me ayuda a tapar todo esto que siento y te escribo para
poder esconderlo bajo la alfombra. No te conté, pero el finde pasado se casó
Maia, una muy amiga mía. No sé si alguna vez te lo dije, pero no creo mucho en
el matrimonio. Bah, no creo mucho en esa necesidad de etiqueta o casillero
obligado por el que las parejas sienten que alguna vez tienen que pasar. Sí
creo en las cosas que me enseñaron de chica, en las canciones que me cantaba mi
mamá. Creo en las manos de mi abuela, en las navidades en familia y a los
gritos, en la gente que te abraza fuerte y te mira a los ojos cuando te dice
algo importante. Creo en tu mano acariciando mi panza, como dibujando el mapa
de trenzas y calles que va eligiendo nuestra historia. Esta que escribimos a
diario, callados, de lejos, vos allá, yo acá. Peleándole la pulseada al mundo y
a todos los relojes con pilas que nos apuran. Te estaba hablando del casamiento
de Maia, perdón. Colgué. Me emocioné, lloré, me reí, me emborraché.
Pensé en vos en más de un momento, ¿sabés? Te imaginé conmigo ahí, rodeados de
verde y paz. Pensé en lo lindo que sería que nos alejemos por 5 minutos del
tumulto del baile y el griterío, que veamos cómo cae el sol detrás de la
arbolada, que el murmullo de la fiesta se arrastre hasta nuestras sillitas como
olas cansadas. Pensé en la forma que le daríamos al mundo mientras congelábamos
en una foto ese momento para siempre.
Voy
a confesarlo: a veces tengo la esperanza de cruzarte en la bicisenda. Vos yendo
para el barrio, yo yendo hacia vos, manoteando a oscuras. Juro que puedo verte
venir de lejos, haciendo air drumming con “Nene de antes”, sonriendo porque la
vuelta a casa justo fue con solcito y un poco de calor. Y quiero cruzarte justo
ahí, cerquita de Melián. Que los dos nos miremos con sorpresa, que nos riamos
por lo gracioso de nuestros cascos y por lo estúpido y perfecto de coincidir
ahí, a pasitos de una birra bajo el techo de árboles de esa avenida que amo.
Que hablemos de lo mucho que nos gustamos, que nos miremos a los ojos y sepamos
que está todo bien (me gusta mucho gustarte mucho porque termino gustándome un
poco más a mí misma). Porque revivo un poco cuando te veo y toda la maraña que
llevo en la cabeza baja por un ratito al piso para poder hacer pie y abrazar
todo lo real. Porque los abrazos con vos son como una mañana de sol en el
campo, con los pies descalzos sobre el pasto. A la altura de Sucre, una cuadra
más adentro, hay un paredón verde, vivo y natural que cubre toda la calle
Enrique Martínez. Cuando era chica pensaba que esa calle era por algún actor
famoso… decime que Enrique Martínez no te suena a protagonista de telenovela
vieja, dale. Y ya que estamos, creo fervientemente que Enrique estaría
muy orgulloso de saber que nos tomamos una re birra en su calle, mientras te
cuento muy entusiasmada que toda esta enredadera que se come mis ojos y la
pared, en realidad se llama “enamorada del muro”. Y ya te veo, abriendo la boca
en cámara lenta, como aprendiendo algo nuevo, aunque ya lo sabías. Porque vos
sos así, no me querés matar la sorpresa. No querés spoilearme el gesto obvio,
la palabra inevitable. Querés que todo sea increíble todo el tiempo, ¿y cómo no
lo vas a lograr si me tenés pelotuda hace rato, vomitando este mail hace
semanas sobre campo minado y lleno de ronquidos? Me recogí el pelo de una
manera distinta porque lo tengo mucho más largo que cuando me conociste. De eso te diste cuenta. Me
decís que los vestidos me quedan como a nadie y te creo. Hoy mi perfume es más
intenso que siempre, porque sabe que te vuelvo a ver. Lo digo en voz alta, quiero
un calendar para llenarlo de días con vos. Llenarlo de comidas que cocinamos
juntos, de siestas con lluvia, de series en Netflix, de meriendas al sol, de
birras por la calle o en el balcón. De paseos en bici y escapadas espontáneas,
de risas en el cine, de cumpleaños de amigos, de fiestas borrachas en terrazas,
de noches de verano con el vientito lindo y fresco que me acaricia las piernas
mientras entrecerrás los ojos por el humo de mi cigarrillo.
Nadie
me ve como vos me ves. Nadie me abraza con tus palabras, con tus detalles, con
tus putas canciones que suenan en cualquier lado, todo el tiempo. Ni Fausto,
que ahora es un extra en todo esto, que abre la heladera mientras se rasca la
panza, que piensa en que todo está como siempre, en su lugar. Ni él registra
todo este bardo que me ecualiza la cara y que se para en nuestra cama y grita
como un nene pasado de rosca mientras él sigue durmiendo y roncando. Quiero
decirte que no me puedo ir a dormir sin pensar en cómo fue tu día, sin saber si
encontraste alguna canción nueva para mostrarme o si abriste mi ventanita y vos
también te colgaste ahí, esperando la sorpresa, hipnotizado por el cursor que
titila. Sabés que nosotras, las chicas, no tenemos que irnos a dormir con el
pelo mojado o atado. Sabés que al otro día es un quilombo, un lodazal de puras
tragedias. Quiero que sepas que yo no pienso deshacer todas estas trenzas
cuando me ataca el sueño. No pienso desdibujarte ni taparte con risas de
siempre, a las que ya estoy acostumbrada. No puedo desatar todo esto que me
pasa con vos. Tampoco quiero.
Hace
unos días me la crucé a Juli de nuevo. Me pinchó con su sabiduría.
—¿Te
hace sentir linda?
—Sí.
—No lo dejes ir.
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